domingo, 12 de junio de 2011

Introducción

La antaño grandiosa Phe-Cum no era ahora más que un cascarón vacío. Ninguna barrera le avisó antes de llegar siquiera a verla, y nada le impidió el paso una vez estuvo a las puertas de la fortaleza.

Aquella montaña horadada, madriguera de generaciones de supervivientes natos que tanto tiempo habían burlado con sus artes de guerra y magia a los demonios que habitaban aquellos parajes, no guardaba ya a más criatura que ratas, insectos y demás alimañas que acababan con los restos de lo que se había quedado atrás.


Descabalgó y ordenó a su montura que esperase antes de adentrarse en las galerías de la ciudad. Lentamente, con cautela, recorrió los pasillos y túneles de aquella caverna, alerta a cualquier movimiento de alguna sombría criatura que se hubiese atrevido a llegar tan lejos de su cubil, explorando el terreno. (...)


Las puertas de la Sala Capitular le recordaron su anterior visita, imponentes, grandes, de al menos seis hombres de alto y otros dos de ancho cada una de las hojas, talladas en una madera oscura, con incrustaciones del acero de las armas de los enemigos derrotados, tan pesadas que hacían falta complejos mecanismos para poder ser abiertas. Ahora, en la penumbra del abandono, el acero brillaba con cualquier reflejo, y la madera parecía aún más oscura, pero un haz de luz se colaba por el resquicio que habían dejado los habitantes al irse, sin pararse siquiera a cerrarlas.


Entró en la Sala, bañada por la luz del atardecer que penetraba por las aberturas en los muros de roca carmesí, donde ya sólo el viento rugía, y no los ciudadanos, como hiciese tiempo atrás.


Ella se encontraba en una pequeña silla a la derecha del trono, al igual de en aquella otra ocasión. Llevaba un vestido blanco sin mangas, bordado con hilo de una plata tan brillante como sus cabellos. El brazo derecho lo cubría un guantelete igualmente brillante, pero completamente liso, como si de un guante se tratase.


Al oír su nombre alzó la vista y sus pálidos ojos se cruzaron con los de él, quien se apresuró a situarse junto a ella.


—No te acerques —advirtió al tiempo que se levantaba y alzaba su mano hacia él, haciendo que todo el aire de la habitación se revolviese en ráfagas que trataban de impedirle el avance—. No soy quien crees. No soy la misma persona a la que viste marchar hace ya tantos años. He cambiado.


—Todos lo hacemos —replicó el señalando su propio cuerpo. Ni siquiera hizo un ademán de detenerse. El aire había sido el segundo elemento que llegó a dominar tras el fuego y sólo la mente presentaba una mayor complejidad que estos. Si de verdad quería mantenerlo alejado tendría que emplear algo más que ese sencillo truco de ilusionista infantil.


—No de este modo, Ogliath. Ya no puedo considerarme humana. Soy la encarnación de la Muerte. La Banshee que aparece sólo para avisar de desgracias —se palpó el brazo metálico con la mano izquierda, haciéndole ver que no se trataba de una prenda, y le mostró el lugar donde el metal se fundía con la carne—.Perdí el brazo antes de llegar aquí, pero lo mantuve en secreto. No sirvió de nada, esto es una maldición. Absorbe la energía de todo lo que queda a su alcance y mata todo lo que toca. Sólo los más grandes de los Hechiceros de la Fortaleza se atrevían a atender mis heridas a los pocos días de llegar, cuando una de las hijas de las enfermeras amaneció muerta, acurrucada junto a mí.


Cuando se encontraba a pocos metros de la tarima un movimiento anómalo del aire lo hizo mirar más allá del trono. Allí lo observaba lo que parecía el fantasma de una enorme criatura. El espectro de un dragón se alzó sobre sus cuartos traseros tratando de parecer imponente. En vida habría sido joven, de la edad de su propia compañera, no más de quince años. Se preguntó que podría haber pasado para que algo así hubiese ocurrido, pues un dragón no era una criatura que muriese fácilmente.


—Nació muerto —lloró ella, sin consuelo. Toqué el huevo con las manos desnudas y lo maté. Aun así, su alma sigue conmigo, y se desarrolla como cualquier otro de su especie, pero no posee cuerpo material.


El hombre vislumbró entonces el alcance del poder de aquel argpen mutado. La muchacha se salvaba de la autodestrucción porque el arma la reconocía como su dueña, pero atacaba a todo lo demás, sobre todo si ella se sentía nerviosa o amenazada. Pero se conocían bien, y eso sí que no había cambiado. Ella lo había esperado.


—Eso no me importa —concluyó él avanzando los últimos pasos hacia ella. Sabes a qué he venido y no me iré de aquí sin haberlo hecho.


—¿Me amarías aun sabiendo que podría matarte sólo con rozarte?


—Sé que no lo harás —aseguró él tomando su rostro en las manos y besando sus lágrimas.


Sostuvo sus manos entre las suyas, sintiendo el latigazo de energía que intercambiaban sus cuerpos por aquél extraño nexo, aunque sin hacerle daño a ninguno de los dos, simplemente los unía.


La miró a los ojos con una sonrisa tranquilizadora y recitó las palabras del ritual con un susurro. Ella le devolvió la sonrisa, más calmada ya, y le contestó en la Antigua Lengua. El susurro del viento y las rodas les indicó que los espíritus estaban presentes y habían sido testigos. Él acercó la mano de plata de ella a su corazón y la besó en los labios, sellando con aquel sencillo gesto un lazo que nada podría romper.


—Sabes que acabas de maldecirte por el resto de tu existencia casándote conmigo, ¿verdad?


—Lo único que sé, es que siempre te he amado —prometió él, tomándola dulcemente para llevarla al momento que llevaban esperando desde hacía diecisiete años.

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