jueves, 16 de junio de 2011

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No la vio entrar, pues ella había sellado la puerta de la antecámara para que la luz no hiriese el espacio, aquél íntimo espacio umbrío.
Al adentrar ella en la habitación, él comprendió que sus sospechas eran ciertas. En su vientre sintió una chispa de enojo tratar de encenderlo, pero no sería justo si se dejase llevar por un sentimiento tan superficial.
En la penumbra, en aquel silencio, no les hacía falta ni siquiera enlazar las mentes para comprenderse. Ambos eran capaces de oír sus corazones.
El de ella, palpitante, conmocionado por la culpa. El de él, sereno pero expectante, deseoso de llegar a la comprensión de los sucesos.
Pudo entenderlo, no era difícil. El impulso, ante la necesidad de compañía en aquel momento había sido el causante de todo. No había nada que perdonar.
Silenciosamente, él se acercó a ella, cogiéndola con la mayor ternura de la mano. El grito de una lágrima al deslizarse por el suave rostro hizo que sintiese la necesidad de besarla.
La acunó entre sus brazos, tratando de reconfortarla. Ella trató de rehuir de aquel abrazo que creía inmerecido, pero no pudo dejar de experimentar el arrullo de su calor. El suave sonido de aquel amor, que como una dulce nana, consiguió hacerla olvidar por un instante que le había sido infiel.

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