Soplé sin más y te besé, y entre risas nos comimos el dulce a
medio camino de devorarnos a nosotros mismos.
“¿Qué has pedido?” quisiste saber acariciando la cabeza que
tenías en tus rodillas. “¿Cuál es tu deseo?”
“No he pedido ningún deseo.”
Te detuviste con aire sorprendido, revolviéndome el cabello con
fuerza demostrando tu inconformismo. “Algo habrás pedido, pero no me lo querrás
decir…”
“No, de verdad, no he pedido ningún deseo. No sirve para
nada pedir deseos.” Esta vez la parada me hizo levantarme. “Pedir un deseo es
hacer patente que tenemos una ilusión que sabemos que vamos a conseguir, porque
ya son así las cosas y no queremos que cambie, o que, por mucho que queramos,
no ocurrirán nunca.”
“Pero si no deseas nada… ¿no tienes nada por lo que luchar?”
“No es eso, tengo mucho por lo que luchar. Pero seamos
razonables, si haces te tu ilusión un deseo, te estás aferrando a él con la
esperanza de que ocurra, y al final solo acabas haciéndote daño con la
desilusión.”
“Puedes tener deseos y no por eso ser un iluso. Yo quiero
algunas cosas que aún no se si seré capaz de conseguir, pero aun así no pierdo
la esperanza. Sigo deseándolo, pero no por ello dejo de hacer lo que tengo que
hacer, no me obsesiono con eso. Tienes que saber qué desear, no todo son
extremos”
No me dejaste responder, solo me devolviste a tu regazo y
seguiste acariciándome el cabello.
“Anda,” dijiste sujetando la vela frente a mí. “no me seas,
y pide lo que quieras.”